Con el paso del tiempo hemos naturalizado lo cotidiano, lo que vivimos, mejor dicho, nuestras expectativas sobre lo que vivimos. Es la llamada "ilusión de continuidad", que se define por el hecho de pensar que nos despertaremos cada día para llevar a cabo nuestra rutina, que cogeremos el coche y arrancará, que el amigo al que llamamos descolgará el teléfono y que al regresar a casa todo estará más o menos como lo habíamos dejado al irnos.
En el fondo las personas somos animales de costumbres, necesitamos mucha previsivilidad, saber que tenemos el control de lo que ocurre a nuestro alrededor, saber que nos aman, que somos normales y coherentes con nosotros mismos, que vamos a estar bien, que eso va a ser así siempre.
Sin embargo ocurre que a veces, cuando creemos ser felices, la vida golpea duro, rompiendo y echando por tierra esa ilusión de continuidad que ponemos en nuestra rutina, nuestra salud, nuestra posición social, o en tener a nuestros seres queridos cerca para hablar con ellos o poder tocarles
A veces todo eso se pierde de repente, sin que tengamos apenas tiempo de darnos cuenta. Sucede cuando hay desastres naturales, accidentes, violencia, o circunstancias como por ejemplo ver desaparecer nuestro patrimonio, sufrir un aborto, perder a un ser amado o contraer una enfermedad grave.
Tras una pérdida, a menudo nos asola un vacío existencial que a veces se hace insondable, incomprensible, arrebatador. Aunque no lo sepamos, acabamos de iniciar un proceso de duelo.
Duelo proviene del latín "dolus", que significa dolor. El duelo es un proceso inevitable y necesario tras una pérdida, un recorrido existencial en el que la vida nos pone contra las cuerdas, enfrentando la realidad más dura o inimaginable contra nuestros miedos y nuestra capacidad de afrontamiento. La duración del duelo es muy variable y depende de cada persona y de su biografía. En cualquier caso un duelo hay que afrontarlo sin prisas, confiando en la capacidad de resiliencia (la capacidad para sobreponerse a períodos de dolor emocional y traumas) que tenemos los seres humanos.
Existe una metáfora muy útil para comprender el proceso del duelo, sería como el recorrido de un tren por diferentes estaciones hasta llegar al final de trayecto. La literatura recoge diferentes modelos que describen esas estaciones o fases del duelo. A mí particularmente me gusta el de Elizabeth Kübler-Ross, psiquiatra humanista suiza que trabajó toda su vida ayudando a enfermos terminales a morir bien y de quien recomiendo prácticamente todos sus libros.
La doctora Kübler-Ross habla de las siguientes fases del duelo, aunque aclara que no necesariamente deben producirse en este orden ni tampoco hemos de atravesar por todas ellas.
El duelo, como ya hemos comentado, es una experiencia absolutamente personal e intransferible. Cada cual reacciona de un modo diferente y su dolor debe ser respetado por las personas que le rodean. También es cierto que un duelo nos conecta con otras pérdidas en nuestra biografía, tal vez asuntos pendientes que nos generaron un daño emocional considerable en nuestra infancia o edad adulta (adopciones, separaciones, cambios de residencia, muertes cercanas...). Asimismo, un duelo no resuelto puede generar consecuencias muy dañinas (adicciones, depresión crónica, enfermedades psicosomáticas, etc.) para quien se queda "atascado" en una de las estaciones, la ira, tristeza, culpa...
Hemos de entender que es posible renacer y retomar el control de nuestra vida, volver a sonreír y luchar por lo que aún tenemos. La última estación del duelo es sólo accesible a aquellas personas que deciden y eligen vivir conscientemente. La última estación del duelo es heredera del tiempo y de la búsqueda, es fruto del naufragio, pero sobrevive a través de la intuición y la confianza. A la última estación del duelo sólo podemos arribar tras la muerte... de nuestros miedos.
La última estación del duelo es el sentido. Encontrar sentido a nuestra experiencia e integrarla en nuestro ser más profundo y eterno. Renacer sin perder la capacidad de amar y sentir.
"Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia entre ambas".
Oración de la serenidad
Ldo. Bruno Alonso
Psicólogo colegiado M-24641
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ivan (sábado, 17 septiembre 2016 15:18)
excelente frase matar a todos nuestros miedos es el final del duelo, pero tengo una duda cuando ya no se puede sentir el duelo en la vida, hay que buscarlo o no....??
Bruno Alonso (sábado, 17 septiembre 2016 17:27)
Hola Iván, gracias por dejar tu comentario. Lo que planteas parece referirse a que a veces perdemos la capacidad de "sentir", como si nos insensibilizásemos al dolor, ¿verdad?. Es cierto que a veces ocurre, es un mecanismo de defensa que nos permite sobrevivir pero que si a la larga se mantiene por lo general nos causa otro tipo de problemas de tipo relacional, sexual, psicosomático... Es como una disociación, en la que una parte emocional de nosotros mismos, el "yo sufriente" despositario del dolor, está silenciado por nuestra parte aparentemente normal. Sin embargo el dolor está ahí debajo, aunque no lo "sintamos". Respecto a lo que comentas de "ir a buscarlo", conviene profundizar en ello y elaborarlo en un contexto terapéutico y sano, siempre y cuando esa insensibilidad nos esté causando problemas o malestar significativo. Un cálido saludo